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La Cuna

Por: Cristian Ocaña
Fecha: 22/Enero/2023
(Basado en un hecho real)

Lo que les contaré a continuación me sucedió a fines de los 90, cuando mi hijo Tomás, recién nacido, una noche desapareció de su cuna ¡El mayor susto de mi vida! La angustia de esos momentos no se la deseo a nadie. Sentí que el terror se apoderaba de mi cuerpo en fracción de segundos al no encontrarlo en su amplia y segura cuna, regalo cariñoso de sus abuelos paternos.

Tomy era un bebé precioso. En la línea de la familia, hasta llegar a los bisabuelos, primaban el pelo negro y los ojos cafés en varias tonalidades, pero cafés al fin y al cabo. Tan sólo se distinguía mi abuela paterna con sus bellos e inolvidables ojos azules. Mi hijo con su pelo rubio claro, ojos verdes y una piel reluciente era un verdadero querubín. Hoy mantiene ese aire angelical cuando lo ves sonreír y te mira con profundidad y cariño.

Pues bien, disfrutábamos a diario del gran regalo de su compañía. Incorporé a mi quehacer rutinario diversas actividades que me permitían compartir y disfrutar varias horas a la semana con mi pequeño; bañarlo, mudarlo, separarlo del pecho de su madre en la noche, pasearlo hasta que eructase, hacerlo dormir y, finalmente, acostarlo en la cunita de su pieza. Después que se dormía, seguía vigilándolo cada ciertas horas y lo traía para su papa de la madrugada. El resto del día operábamos con la ayuda de la querida y recordada «nanita Silvia» que continuó hasta que Tomy llegó a los 18 años, período en el que se jubiló. Además, su hermana, 7 años mayor, contribuía a sus cuidados con la mejor voluntad y cariño. Ambos padres trabajábamos, así es que los cuidados a Tomy fueron asumidos entre todos con amor y devoción, como parte de las labores dirigidas al bienestar familiar.

Un día, a fines de septiembre, cuando Tomy ya tenía dos meses (estoy seguro de que era un día laboral), dejé a mi pequeño, como de costumbre, cerca de las 10:00 pm en su firme cuna de altos barrotes. El cuarto exclusivo de Tomy no era muy grande (2×2 metros) y cabían exactamente su cuna y un mueble para las mudas —ambos del mismo tono y estilo—, apenas separados por unos 20 centímetros. La cuna llegaba justo al marco de la puerta. Recuerdo que lo arropé bien y lo dejé boca abajo. Acomodé su rubia cabeza en una mini almohada. En esa época primaveral el frío iba en retirada, aunque no faltaban las noches heladas, por lo que su ropa de cama de invierno aún no había sido retirada del todo.

Llevaba 2 meses cumpliendo a diario ese ritual y, prácticamente, lo conocía de memoria.

Una vez finalizada mi tarea de ese día, retomé una serie en el cable que estaba siguiendo, mientras su madre dormía plácidamente tras una dura jornada laboral.

En mi visita inspectiva de rigor, antes de dormirme (a las 11:30 pm), visité la pieza de Tomy. Y, ¡horror!, mi hijo no estaba en su cuna ¿cómo era posible eso? En milésimas de segundo me cuestioné todo. La camita estaba como la había dejado: su colcha, arropada, y la almohada, lejos del respaldo. En los milisegundos siguientes un congelamiento aterrador se fue apoderando de mí. Revisé la ventana para descartar que alguien hubiese entrado: ¡Cerrada! Fui adonde mi hija, en la otra pieza, y dormía profundamente. Aproveché de chequear su ventana, y no noté nada extraño. Como madre también dormía ¡Cero posibilidad que alguien hubiese entrado! Además, estábamos en un tercer piso y ya era cerca de la medianoche. El edificio contaba con vigilancia las 24 horas y el acceso físico a él no era sencillo; por lo tanto, un secuestro se hacía poco probable, aunque no imposible.

Pasaron varios segundos más y con mi cuerpo congelado de pánico ante la impotencia de no saber de mi Tomy, aún no quise gritar. Me contuve. No lo haría aún, no sin antes descartar alguna otra posibilidad no considerada. En momentos de impotencia y desesperación la cabeza comienza a jugar malas pasadas. Por eso, logré mantener la calma unos segundos más antes de despertar a su madre con la aterradora noticia. Dos segundos después fui recompensado. Nunca quise encender la luz, aún no sé por qué no lo hice. Fue como algo instintivo navegar en la oscuridad.

En un momento de cordura descarté rápidamente todos los lugares revisados y me quedé con el único sitio que aún no inspeccionaba: el hueco entre la cuna y el mudador. Miré al suelo a través de la penumbra… y allí estaba Tomy… todo de blanco, durmiendo exactamente en la misma posición en que lo había dejado cuando lo acosté. El alma me volvió al cuerpo. Lloré por la emoción. Era ilógico lo sucedido. No había explicación. En mi estado de lucidez no pude haberme equivocado tanto y dejar al niño debajo de su cama. De hecho, mis manos sujetando su cuerpo no cabían por ese reducido espacio. Era imposible. Me agaché y lo saqué con suavidad. Tomy nunca supo nada. Todos siguieron durmiendo tranquilamente esa noche.

Al día siguiente alerté de lo sucedido a su madre y redoblar la vigilancia en las noches. La situación vino a alterar el sueño de todos y optamos por comprar una cámara de vigilancia nocturna con sensor de movimiento que se conectaba a dos monitores que pusimos en nuestros veladores. Al percibir cualquier movimiento el dispositivo emitía un pitido de alarma en los monitores de forma que pudiésemos reaccionar y ver en él qué sucedía. Disponía de ajuste automático a visión nocturna.

Tomy a esa edad aún no realizaba grandes movimientos por lo que en las noches era bien improbable que activase él mismo el dispositivo. Pasaron varios días y monitoreábamos continuamente la pieza y el dormir de nuestro pequeño retoño. Una vez sonó y salimos corriendo como manada desbocada: había sido nuestra hija que lo pasó a revisar de madrugada. Nos espantamos pero sólo ese fue el único incidente.

En las semanas y meses siguientes todo anduvo tranquilo. Teníamos programado ir a bautizar a Tomy un día sábado de diciembre, antes de Navidad. Cumplía 5 meses y con su madre hicimos todos los preparativos requeridos y las invitaciones a padrinos, abuelos, tíos y amigos. El día anterior ya nos habíamos rendido más temprano después de todo el ajetreo y antes de las 10:00 pm estaban todos dormidos y yo esperando al pequeño para destetarlo y luego a la ronda para hacerlo eructar. Una vez logrado mi cometido dejé a Tomy en su cuna como era habitual. Ya estaba más grande y sus 6 kilos se notaban al pasarlo por sobre los altos barrotes y dejarlo tapado. Ya era verano y su cama contaba con menos ropa lo que hacía más sencillo arroparlo. A esa altura se movía más de noche y el monitor sonaba un par de veces. Era como el cuento de Pedrito y El Lobo: íbamos a ver y no sucedía nada. Pero esa noche sería distinta.

A las 11:30 pm yo ya estaba atrapado por el sueño y todas las luces apagadas del departamento cuando la alarma del monitor comenzó a pitear. Asumiendo que era Tomy quien se había movido (nunca dejé de mirar la pantalla del monitor) de reojo observé el aparato tratando de enfocar exclusivamente el bultito en la cama. Sin embargo, el bultito estaba levitando ¡Lo vi flotando sobre su cuna! ¿Cómo podía estar ocurriendo?

Al lado de mi velador manejaba un garrote que lo asía de forma automática para enfrentar alguna urgencia. Uno nunca sabe con qué se va a topar. Con el corazón en el pescuezo y el garrote firme en mi mano derecha me fui de puntillas y a paso raudo para atrapar lo que sea que estuviese levantando a Tomy. Llegué en cuatro zancadas a la pieza y encendí la luz (ahora sí que lo hice). Lo que vi me dejó atónito.

Trataré de describir lo que a continuación sucedió lo más fidedignamente posible de manera de no perder detalles para que, ojalá, le sirviese a otros padres que pudiesen pasar por algo similar. Sobre la cuna de Tomy encontré una especie de enano deforme y peludo de no más de 70 centímetros de estatura. Era como el jorobado de Notre Dame, pero en miniatura. Al verme, con Tomy en los brazos, quedó tan sorprendido como yo. Sus ojos diminutos apenas se podían distinguir de su arrugado y deforme rostro. Cuando me enfocó vi las pupilas rojas, como en esos cuentos de terror. Pegó un gruñido como un gato preparado para atacar mostrándome unos dientes putrefactos y amarillentos. El hedor de su fétido aliento inundó de inmediato el cuarto. Intuitivamente lo azoté con garrote en la nuca. Creo que nunca supo lo que le pasó porque soltó a Tomy y saltó por los barrotes de la cuna.

—¿Para dónde crees que vas, mierda? —grité asestándole otro garrotazo con todas mis fuerzas en las costillas mientras brincaba.

—Grrrr… —alcanzó a emitir, no sé si de dolor o por haber perdido su presa.

No tenía ninguna posibilidad de salir de la pieza pues yo cubría el único acceso. Para mi sorpresa de forma ágil abrió el pequeño closet del cuarto y se introdujo. A esa altura, con la bulla y los pitidos del monitor su madre despertó y al ver la escena en la pantalla llegó corriendo justo en la parte del segundo azote. No tenía por dónde huir y se encontraba acorralado, según yo.  Fui tras él decido a molerlo a palos. Sin embargo, de forma inexplicable, se introdujo por un agujero oscuro de unos 40 centímetros, y antes que se diese cuenta le asesté un tercer garrotazo, esta vez en plena espalda. Su cuerpo amorfo creo que le ayudó para absorber la fuerza de los golpes.

El agujero se cerró frente a nuestros ojos, seguido de un pequeño remezón del cuarto y un horroroso sonido gutural al fondo, entre rabia y frustración.

—¿Qué pasó? ¿Qué era esa horrible cosa? —dijo la mamá.

—No lo sé. Se estaba llevando a Tomy y lo iba a hacer por ese agujero. Menos mal que alcancé a llegar. Lo hubiésemos perdido para siempre.

Nos abrazamos para calmarnos y agradecer al cielo la dicha de haber estado ahí en el momento oportuno para proteger a nuestro retoño. Mientras, Tomy seguía durmiendo, ajeno a todo lo sucedido. Fue lo mejor. Esa noche lo llevamos a nuestra pieza y yo, al menos, no pegué un ojo ni solté mi bendito garrote. Pusimos un crucifijo en la puerta del closet y dejamos una imagen de la Virgen María como guardiana.

Después del bautizo, el curita había accedido a venir al festejo en nuestro departamento. De hecho, fue el alma de la fiesta. No me esperaba un ser tan agradable y bueno para las bromas y chistes. En un momento, lo tomo del brazo y le pido que me acompañe. Le conté lo sucedido la noche anterior. Incluso, le mostré las imágenes que quedaron registradas.

—Padre, ¿qué opina?

—Hijo, hicieron bien con bautizarlo. Este tipo de seres es parte de la legión de Satanás, invocado por brujos locales y que merodean por el planeta. Aquí en Chile algunos lo llaman Imbunche. Se le conoce también como Pombero en el norte de Argentina y el sur de Brasil, en Bolivia y Paraguay. Otros lo denominan el Chupacabras. En fin, en todo el mundo te encontrarás con diferentes nombres para los mismos seres.

—Pero padre, ¿cómo Dios permite esto?

—Hijo, es el libre albedrío. Dios te da las pautas pero no controla a las personas quienes son las que liberan en la Tierra amor y odio. Lo bueno, es que Tomy ya está bautizado y se encuentra protegido.

—¿Y cómo lo hacen quienes no creen en el bautismo o son de otras religiones? No creo que esto sea algo exclusivo de la religión cristiana ¿cierto?

—Dios los protege a todos y en cada religión y creencia existen formas de proteger a los niños. Esto ha existido desde siempre. Como las personas han dejado de creer, este tipo de sacramentos protectores han pasado al olvido. Y, ya tienes; aparece un Imbunche en tu propia casa.

Miré al padre con complacencia y alegría. Le pregunté qué es lo que podía hacer para ayudar a otros padres y sus niños a fin de evitar este tipo de sucesos.

—Hijo, lo mejor que podrías hacer, como sé que te gusta escribir, publícalo y haz el mayor esfuerzo posible porque llegue al máximo número de hogares, mira que el Imbunche anoche que se fue de aquí, es seguro que ya busca a su próxima víctima. Y, créeme, que hoy en día estos seres tienen muchísimo más de donde elegir que hace 10 años.

Me llevé la mano al mentón.

—Eso es verdad padre… No tema. Así lo haré. No lo dude. Sólo espero que las personas puedan leer esto. No sabe lo difícil que me resulta que las personas lean lo que escribo. No sé cómo será en el futuro, pero percibo que viene una crisis cultural en el planeta.

—Sí, hijo. Y esas son buenas noticias para estos seres diabólicos. Muy buenas noticias. Que no te quepa duda.

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2 comentarios

  1. Que interesante Cristián, me mantuvo atenta todo el tiempo, está escrito en un lenguaje muy claro y cotidiano. Solo leer que está basado en un hecho real me da terror, es cierto que hemos olvidado los sacramentos con los que protegíamos a nuestros hijos… da para una reflexión más profunda … abrazos y felicitaciones !!

  2. Yo creo en duendes, me muero si me hubiese pasado. Gracias a Dios lo atrapaste y le diste duro.
    Muy bueno el cuento y no me dejó de dar susto.

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