Por: Cristian Ocaña
Fecha: 6/Diciembre/2010
Ya era cerca de la medianoche y Santa Claus se aprestaba para su recorrido final. Sólo le quedaba Chile y repartir todos los regalos a los niños que se encontraban en su larga lista. Chequeó por última vez el correo electrónico y su Messenger para ver si algún envío de última hora debía requerir de su intervención. Al parecer, nada nuevo ocurría, hasta que un suave campanilleo avisaba que algo llegaba al filo de último circuito.
Juanito Pérez de El Salto, en Santiago, apenas había podido juntar unas pocas monedas para ir hasta un cibercafé, conectarse a Internet y enviar desde su cuenta de correo electrónico su carta petitoria a la dirección santa.claus@polonorte.org. Cantó en las micros todo el día, para juntar las monedas suficientes que le permitirían conectarse con Santa e ilusionarse en Noche Buena.
«Querido Santa, hola. Mi nombre es Juanito, tengo 11 años y vivo en el Salto, en el 14.300 casa 24-G, justo detrás de la casa del Mario, que tiene un perrito negro con pintas blancas que se llama Evaristo. Para que no te pierdas, en la pared de afuera hay un grafiti de mis amigos futboleros que vino a arreglar la pintada que se pegó mi papito la semana pasada con una brocha que parecía la cola del Evaristo. Todos le dijimos que había quedado cool, pero la verdad Santa es que el viejito no le hace mucho a la pintura. Después se lo durmió todo. Por suerte los chicos se pegaron una salvaje volada con la pared y quedó salvaje.
Yo me he portado súper bien. Hice todas las tareas. Me saqué un montón de seis y algunos sietes. Le hice caso a mi mami en casi todo lo que me pidió y, creo, querido Santa, que debería estar en tu lista. Lamento que me haya demorado en enviarte mi carta, pero no pude antes. Tenía que juntar las monedas para que mi mamita pudiera comprar algo de comida y no me quedaba nada para poder enviarte la carta. Hasta que se me ocurrió usar el correo electrónico.
En la escuela, tenemos un laboratorio de computación y allí aprendí a usar Internet. Como hay poquitos computadores, solo podemos usarlos una hora a la semana y no me quedaba más tiempo para poder escribirte. Ahora, desde el cibercafé, puedo hacerlo con más calma y contarte qué me había pasado, para que no te olvides de mí.
Lo que te quiero pedir es que nos puedas dar unos dos computadores para nuestra escuela, porque mis compañeros se pasan peleando para usarlos, y yo ya entendí que nos ayudan un montón para poder comunicarnos y aprender ene. Para mi Mami, te pido que le regales un libro de cocina, porque la pobre se esmera tanto en cocinar y nunca le atina; todo le queda salada, recocida, se le quema. A veces el arroz parece engrudo y tenemos que comerlo igual, porque la pobre de verdad que se esfuerza. Para mi Papi, dale un DVD para que con las películas de dibujos animados que yo te voy a pedir, podamos estar más juntitos riéndonos y así lo puedo ver más, y me puede abrazar y regalonear.
A mi hermanita, ojalá le pudieras hacer llegar una camita para que podamos dormir un poquito mejor. Ella llena nuestra cama de peluches y como soy medio alérgico, paso estornudando. Pero ella no quiere sacarlos porque le da miedo en la noche, así es que la dejo no más.
Santa, gracias por considerarme y espero que puedas traerme algo de lo que te pedí.
Juanito de El Salto, Santiago de Chile».
Santa ya disponía de toda la ruta trazada e ingresada en el sistema GPS de su carro. Imprimió el correo de Juanito y se lo puso en su chaqueta. Antes, se conectó a un sitio de mapas digitales y también imprimió la ruta que el sistema le proponía para llegar donde Juanito. La miró rápidamente y también la guardó en un bolsillo. Con la rapidez que lo hizo, lo único que retuvo era que tenía que tomar La Pirámide y tomar la autopista Vespucio Norte. La entrega de Juanito sería la última que haría esa noche.
Todos los regalos estaban en su lugar. Sus eficientes ayudantes, ante la emergencia de último minuto, consiguieron una subvención del Ministerio de Educación para que la escuela tuviera los dos computadores solicitados por Juanito; el libro de cocina lo sacaron de las recetas que el duende Apricot juntó durante el año del diario local; el DVD lo alcanzaron a sacar canjeando los puntos del supermercado; y la cama pudieron encontrarla en un centro de donaciones, justo cuando cerraban. Así es que, en una bolsa aparte, colocaron en el trineo los regalos de Juanito.
Y así, Santa partió. Raudo hizo su vuelta por el mundo. Y, finalmente, desde el Perú entró a Chile por Arica y surcó todo el norte desértico. Luego visitó el Litoral y saltó al sur a Rancagua y sus alrededores. Por fin llegó a la Antártida. De vuelta pasó por Santiago, casi al centro de la ruta. Había escuchado que sus accesos iban a ser expeditos, y lo mismo con la llegada a la casa de Juanito por una de las autopistas concesionadas, con el famoso sistema free flow.
—Pero si no tengo el tag instalado —dijo Santa—, ¿cómo lo haré? Me van a sacar fotos y la policía me pasará una multa.
Reflexionó unos segundos.
—De qué me preocupo —prosiguió—, mis emisarios me contaron de un nuevo sistema de transportes, expedito y ágil que, incluso, ayudaría a mejorar mis entregas —remató con convicción y convencido por la seriedad y profesionalismo del estudio de tráfico de sus asesores logísticos.
A esa altura, Santa ya había completado todas las regiones de Chile. Incluso las dos nuevas que se agregaron al final y que en su guía turística no aparecían referenciadas aún. Igual el equipo de logística de Santa cumplió a la perfección su cometido.
Entró fugaz por la entrada poniente de Santiago, para empezar por Maipú y continuar barriendo por la Alameda hacia el oriente. Cumplió el itinerario a la perfección. Hasta que repartió en Peñalolén el último regalo de la noche. Ya iba partiendo al Polo Norte de vuelta y aprovechó de secarse la frente con su pañuelo. Al abrir su bolsillo ¡oh, sorpresa! Cayó la carta impresa de Juanito.
—¡Ah! —dijo atónito—. Se me olvidó Juanito… Por ahí debe estar el papelito de cómo llegar a su casa.
Se registró por todos lados y no encontró el bendito mapa.
¿Cómo llegaría? Por suerte, por su Webcam Celestial se dio cuenta que la familia de Juanito, incluido él, ya se encontraban durmiendo.
—¡Uf!… tengo mi tiempo —se dijo en voz alta.
Dio un rápido vistazo a su alrededor y descendió al ver un buen lugar.
—Dejaré a mis renos descansar en este Esso Market para después volver —dijo—. Usaré este famoso medio de transporte subterráneo para llegar donde Juanito ¿cómo lo hago?
Intentó conectarse con su iPhone a Internet pero estaba «temporalmente fuera de servicio». Trató de comunicarse con su equipo logístico, pero el colapso y saturación de los llamados de saludos de la gente no le permitieron marcar. Para más remate, se encontraba en una «zona oscura» donde la señal se perdía, por lo que tuvo que moverse en distintas direcciones para «agarrar señal».
—Ahora, agarró un taxi y llego —dijo confiado.
Treinta minutos más tarde se encontraba nuevamente marcando su celular para localizar un radiotaxi. Ni siquiera un Uber pudo contactar. El colapso de llamadas seguía. Decidió caminar para llegar a una estación del metro que seguía a esas horas operando.
—¡Bieeeen! —replicó, con una sonrisa y agitando su puño derecho.
Entró a la estación con la bolsa para Juanito. Al llegar al torniquete de acceso, no pudo pasar.
—Diantres ¡No tengo la tarjeta BIP! —se quejó—. ¿Dónde la compro? Las boleterías están vacías. Están todos celebrando.
Intentó pasar saltando, pero el guardia se seguridad lo detuvo con su linterna de Jedi. Santa reclamó, pero fue expulsado del recinto. Nuevamente se encontraba en la calle. En plena calle. Solo.
A lo lejos divisó algo que parecía un bus. Al acercarse, era de los verdes del famoso sistema
—¡Ahora sí que sí! —exclamó dichoso.
Al subirse se da cuenta que no tenía la dichosa tarjeta BIP. El conductor le solicita que le muestre su pase de abordar. Como Santa ya llevaba un par de horas de odisea, decidió sacar una de sus tarjetas de crédito e hizo todo el ademán de pasarla una y otra vez en el lector. Puso caritas y reclamó contra el sistema que no le reconocía la tarjeta.
—Pasa no más —dijo con benevolencia el conductor—, total es Navidad y con esa ropita y bolsa, alguien te debe estar esperando.
Los cachetes colorados de Santa ocultaron el rubor por el engaño. Juanito no podía esperar. Aún tenía tiempo. Lamentablemente, el bus partió en otra dirección y llegó a Renca. Allí se bajó sin tener idea dónde se encontraba. Antes que partiera el transporte, golpeó la puerta. Le explicó para dónde iba.
—Amigo mío —explicó el conductor—, tiene que esperar otra línea de buses y ese lo dejará a unas cuadras de su dirección.
Santa estaba feliz con el amable señor. Con el apuro no anotó el número de la línea. A los pocos segundos y con sus nervios en alza, ya no recodaba que bus debía tomar.
—¿Cómo distinguir cuál micro me sirve si se ven todos iguales? Rojo, verde, ¿cuál color era? —se repetía tratando de recordar el número.
Tendría que armar el show de la tarjeta de nuevo. A esa altura, lo que parecía un mero trámite se había tornado en toda una odisea.
Para más remate le salieron al paso unos jóvenes que lo asaltaron. Le robaron las tarjetas, su gorra y chaqueta. Sólo le dejaron la bolsa de regalos, más por lástima que por otra cosa ¡Pobre Santa! Sumido y engullido por la vorágine de una capital que no duerme ni descansa.
Estuvo por dos horas esperando y nada. Así es que se decidió hacer dedo para llegar a su destino. No sabe cómo pero llegó a Vespucio Norte, al inicio. Vio un letrero que decía “La Pirámide”. Hasta allí lo había dejado un bienhechor transportista que se compadeció y lo recogió.
—¿Cómo llego al otro lado? —se dijo desconsolado—. Aquí pasan los autos a alta velocidad y no hay ni un paso para que pasemos los peatones. Así, podría, por último, llegar caminando, pero no hay ni camino para ello.
Ya eran cerca las siete de la mañana y Santa parecía como recién salido de una tremenda fiesta. Con la bolsa y sin su chaqueta, imitaba a un recolector de desperdicios. Nada recomendable para que alguien pensara siquiera en llevarlo.
Se arriesgó y se fue caminando por la misma autopista por La Pirámide. Cumplirle a Juanito era lo único que tenía fijo en su mente. En eso iba decidido cuando un radiopatrulla lo detiene y ¿qué se imaginan sucedió? Santa sin documentación.
—¡Se va detenido, señor! —dijo el policía—. Nos vamos derechito al cuartel a ficharlo.
Le hicieron de todo en la comisaría: alcoholemia, test de drogas, toma de huellas digitales, fotografía con el cartelito de fichaje. A pesar de todo ello, nunca soltó su bolsa. Repentinamente, se sintió el ladrido de un perro. No paraba. Ladraba y ladraba incansablemente. Santa escuchó un grito que decía “¡Cállate, Evaristo!”.
—Dios mío ¡Qué grande eres! —exclamó agradecido Santa.
Pidió permiso para ir al baño. El recinto tenía descompuesto todo el sistema sanitario por reparaciones municipales.
—Iré afuerita no más, detrás de un arbolito —rogó Santa—. No me escaparé.
—Salga no más —respondió el cabo de turno— Y vuelva de inmediato no más, miré que mi teniente está enojado. Parece que anda con la resaca.
Salió disimuladamente del cuartel al patio trasero y siguió los ladridos. Al poco rato pudo localizar el grafiti que le describió Juanito en su carta ¡Se encontraba justo al lado su casa! Tomó su bolsa y pasó junto con ella. Su pantalón se enredó y el pobre viejo cayó estrepitosamente. Menos mal que los regalos cayeron sobre él. El ruido despertó a Juanito quien salió raudo a ver qué había pasado.
—¡Mamá. Papá! —gritó jubiloso Juanito—. ¡Miren, miren… Pasó Santa!
Santa escuchó las risas oculto en un árbol. La alegría de Juanito era incontenible. Aquel momento iluminó el espíritu de Santa y le dio paz tras esa notable noche por Santiago.
—¡Todo valió la pena! —susurró.
De repente sonó su celular. Eran sus asesores logísticos que hacía horas intentaban comunicarse. Como un rayo las comunicaciones se pusieron a favor del gordito bonachón de barba blanca. Los duendes a cargo del transporte aéreo reprogramaron de forma remota el GPS del trineo. Activaron el piloto automático y en unos minutos el trineo lo recogía en el patio de Juanito. En cuestión de segundos ya estaba de vuelta en su casa. No hizo más que llegar, recostarse para dormir una larga y merecida siesta.
Angustiado se despertó de sopetón. Se incorporó enajenado.
—Mierda… ¡pasé sin el tag! —gritó a los cielos.